Damón y Pitias son dos hombres que se han convertido en símbolo de amistad y fidelidad hasta la muerte. Florecieron ambos en el siglo V antes de J.C. en la ciudad siciliana de Siracusa, donde gobernaba el tirano Dionisio. Tan despótico e injusto era su gobierno, que los hombres que le inspiraban antipatía podían ser condenados a muerte con el menor pretexto.
Un día, Pitias cayó en desgracia a los ojos del tirano, quien ordenó que lo encarcelaran y lo ejecutaran. Pitias escuchó la sentencia de muerte sin pestañear; después pidió al tirano un ultimo favor; que le permitiera ver a su familia y disponer de sus bienes.
A oír la triste suerte que le aguardaba a su amigo, Damón se ofreció como rehén para garantizar el regreso de Pitias. A ello accedió aunque a regañadientes, el cruel soberano. No obstante, advirtió a Pitias que disponía de un mes para arreglar sus asuntos...si transcurrido ese plazo no regresaba, su amigo Damón moriría en su lugar.
Pitias accedió y partió al instante hacia su casa, que estaba muy lejos. Una vez en ella, comunicó a su familia la trágica noticia y dió instrucciones para el reparto de sus bienes.
Después de una triste despedida, inició su postrer viaje, dispuesto a que se cumpliera lo que el destino había decretado. Pero aunque trató de apresurarse cuanto le fue posible, muchas dificultades se interpusieron en su camino. Las inundaciones, las tempestades y otros contratiempos que continuamente le salieron al paso alargaron más de lo debido su regreso a la ciudad.
Finalmente, cuando sólo quedaban unas horas para que se cumpliera el plazo que le había concedido Dioniso, llegó a las afueras de Siracusa. Lleno de frenesí, corrió hacia el palacio. Ascendió los peldaños de la larga escalinata y, al penetrar en el salón del trono, vio un espectáculo que lo dejó mudo de pavor. Allí estaba el verdugo blandiendo su enorme espada y dispuesto a dejarla caer con fuerza irresistible para decapitar a Damón, que permanecía arrodilado, orando a los dioses.
-¡Esperad, esperad! - gritó-. ¡No matéis a Damón! ¡Ya estoy aquí!
Y arrojándose a los pies del verdugo, se dispuso a morir.
El tirano, que presenciaba la ejecución quedó tan sobrecogido de asombro ante aquella muestra de valor y amistad, que su duro corazón se ablandó.
Ordenó que se aplazase la ejecución y terminó por indultar al reo.
Desde aquel día, no sólo dejó vivir en paz a los dos fieles amigos Damón y Pitias, sino que también el propio Dionisio se unió a ellos con vínculos de amistad duradera.
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