En un bellísimo palacio situado en un remoto confín del cielo vivía Apolo, el majestuoso dios del sol, con su séquito de fieles servidores, las Horas, los Días, los Meses y los Años.
En las caballerizas de palacio están encerrados los briosos corceles del Sol, que arrastraban su llameante carro. Todas las mañanas Apolo, vistiendo una túnica amarilla y con una corona de oro, montaba en el pescante del auriga, y, fustigando los fogosos caballos, cruzaba majestuosamente los cielos, en su viaje diario a Occidente.
Un muchacho saludaba todos los días, desde lo alto de una montaña, el paso del carro de Apolo. Pero el muchacho sólo era una diminuta mota en el suelo, y Apolo, ocupado en sujetar las riendas de los corceles, no advertía su presencia.
Apolo no sabía que el muchacho era su propio hijo, Faetón. Cuando niño, su madre, la ninfa Climene, a menudo alzaba a Faetón en sus brazos para que viera pasar los caballos de su augusto padre y le hablaba de él.
Faetón mencionaba muchas veces a sus compañeros de juego, lleno de orgullo, su divina ascendencia. Pero los demás niños se burlaban de él. Unos decían que tenía una imaginación desatada; otros, que estaba loco.
El muchacho, afligido y atormentado por sus crueles compañeros, pidió consejo a su madre.
-Hijo mío- le dijo ella tratando de consolarlo- aunque el viaje es muy largo, tu padre estará muy contento de verte y de acogerte como a su hijo. Entonces todo el mundo sabrá que tu padre es verdaderamente Apolo, dios del Sol.
Alentado al oír estas palabras, el muchacho partió de su casa y viajó durante muchos días hasta llegar al palacio de Apolo, que estaba en la cúspide de una alta montaña. Reveló su nombre al soldado que estaba de guardia en la puerta, y le permitieron la entrada.
Al llegar ante el trono del dios del Sol, casi le cegó la luz. El calor era intensísimo. Allí estaba sentado Apolo, resplandeciente con sus vestiduras de oro. Postrado a sus pies, el muchacho murmuró:
-Soy Faetón, oh gran dios del Sol, y me envía mi madre Climene para oír de tus propios labios que soy tu hijo. Dime que esto es cierto, noble Apolo, para que terminen mis tormentos y las crueles burlas de mis compañeros.
Al enterarse de los sufrimientos del muchacho, Apolo, enternecido, lo estrechó contra su corazón.
_¡Disipa tus temores, hijo mío!- le dijo-.Sí, eres mi hijo: lo prueban tu belleza, tus rasgos y tu decisión. Solamente un hijo de Apolo hubiera osado emprender tan largo y peligroso viaje. Nadie más hubiera llegado tan lejos. Grandes han sido tus sufrimientos y tendrán una recompensa. Pide lo que te plazca y te será concedido.
-Durante toda mi vida te he visto conducir tu maravilloso carro por los cielos- exclamo el muchacho-. ¡Te pido el favor de que también me dejes conducirlo!.
Al oír esta sorprendente petición, Apolo palideció.
-No, hijo mío-le advirtió-. Los caballos son fogosos y rebeldes. Requieren una mano firme para guiarlos y reprimirlos. Tú eres demasiado joven y débil para semejante tarea.
-Me diste tu palabra, padre mío- replicó el muchacho impertérrito-. Estoy decidido....suceda lo que suceda.
Con paso lento, Apolo se dirigió a las caballerizas y enganchó los corceles al carro de color de fuego. Después, puso a Faetón en el pescante, le tendió las riendas y se despidió apenado de él.
Los impacientes caballos emprendieron el galope, ascendieron veloces por el cielo, y con sus crines al viento hicieron cabecear violentamente el carro.....luego descendieron de manera peligrosa hacia la Tierra...
El muchacho tiraba de las riendas con todas sus fuerzas, pero los animales no dominados ahora por el fuerte puño de Apolo, cabalgaban con un galope desenfrenado..... tan pronto bajaban demasiado, chamuscando las copas de los árboles y provocando incendios que duraban días, como se remontaban a tal altura que el hielo y el frío atenazaban la Tierra.
Temiendo que el mundo iba a perecer en un incendio, Júpiter, muy a pesar suyo, se decidió a intervenir. Uno de sus rayos fulminó con certera puntería al joven Faetón, que cayó envuelto en llamas, desapareciendo en el espacio, para no ser visto jamás.
Los asustados corceles se detuvieron y regresaron a Oriente. Allí los recogió Apolo inconsolable, abrumado, entristecido hasta el punto que se negó a conducir de nuevo el carro de fuego...por ello el frío dominó la Tierra....el invierno se volvió permanente....todo se congeló....hasta que Júpiter consiguió convencer a Apolo de que debía volver a montar en el pescante del carro de fuego.
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