En la isla de Creta reinaba Minos, hijo de Europa. El rey tenía a su servicio un famoso arquitecto e inventor llamado Dédalo; este era quien, por orden del rey construyó la pasmosa e ingeniosa serie de corredores llamada "El laberinto". Tan intrincada y compleja era esta red de pasadizos, que quien penetraba en ella, ya no encontraba jamás la salida.
Pero llegó un día aciago, en el cuál Dédalo perdió el favor del rey. Para castigarle, Minos hizo detener y encarcelar a Dédalo y a su hijo Í caro. Sin embargo, tras cuidadosa meditación, el hábil Dédalo encontró un medio de escapar. Fabricó dos pares de alas, uno para él y otro para su hijo, y estas alas las adhirió a los hombros de ambos con cera.
Mediante sus alas, Dédalo y su hijo se elevaron por los aires y huyeron de su prisión, Se fueron remontando más y más en su vuelo. Pronto notaron los rayos abrasadores del sol. -¡"Cuidado hijo mío,- gritó Dédalo- no vueles tan cerca del sol"! Pero Ícaro, tan contento estaba con sus alas y con poder volar como un pájaro, desoyó la advertencia paterna. Ascendió más y más, y se fue acercando más y más al sol.
De pronto sintió que caía. Lanzó un grito y trató de retener sus alas, pero ya era demasiado tarde. El intenso calor solar había fundido la cera. Ícaro se precipitó en el vacío, hasta caer como una piedra en el golfo que hoy lleva su nombre. El desconsolado padre, que no pudo hacer nada para salvar a su hijo, prosiguió su vuelo, y consiguió poner pie, sano y salvo en Sicilia.
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