Vivía en tiempos antiguos un músico maravilloso llamado Orfeo, apuesto hijo de Apolo y de la musa Calíope.
Fue su maestro el propio Apolo y tañía la lira con tal arte, que sus dulces acordes hechizaban a las bestias que no tienen voz y hasta a las piedras del campo.
Conoció un día Orfeo a una bella doncella de Tracia llamada Eurídice, y a tal punto fue cautivado por ella, que no tardó en declararle su amor. Ambos se desposaron tras un breve noviazgo. La dichosa pareja vivió en paz durante unos años. Pero un día, mientras paseaban felices por el bosque, acaeció un hecho trágico y terrible.
Una serpiente ponzoñosa que se deslizaba entre la hierba mordió a la desprevenida Eurídice. Su fatal veneno ocasionó la muerte casi instantánea de la desgraciada joven.
Después de la muerte de Eurídice, Orfeo vagó por la tierra abrumado de dolor. Por último, incapaz de vivir sin ella, decidió ir a buscarla al Hades, el sombrío mundo de las entrañas de la tierra.
Tras una larga y desesperada búsqueda, halló las puertas del Hades, que estaban al final de un pasaje secreto sembrado de rocas volcánicas.
Descendió por una empinada pendiente y vio con pavor las llamas y las cálidas cenizas que brotaban de un profundo pozo abierto al pie de la ladera. Lleno de horror, contempló allí a los condenados a quienes se daba tortura en la rueda; vio a un hombre que empujaba una pesada roca cuesta arriba, sólo para verla rodar una y otra vez cuesta abajo; más adelante observó a otro condenado muriéndose de hambre y sed, mientras tenía hermosos racimos suspendidos tentadoramente a poca distancia de su rostro pero eternamente fuera de su alcance....Y así otras muchas visiones horrendas de los Infiernos ante sus atemorizados ojos.
Presentándose ante Plutón y Proserpina, los dioses del Hades, Orfeo se arrodilló a los pies de su trono y con voz que el amor hacía elocuente, y la música de su lira desgarradora, suplicó al tenebroso monarca que le devolviera a su amada Eurídice.
Tanto conmovieron al rey y a la reina el poder de su canto, que ni el propio Plutón pudo contener las lágrimas.
-Levántate, dulce cantor- le dijo por último- Tu música me ha deleitado. Posees un don divino. Te devolveré a tu esposa. Pero cuando salgáis juntos del Hades, tendréis que mirar única y exclusivamente ante vosotros. Si llegarais a volver la cabeza, aunque sólo fuera por un instante, Eurídice te sería arrebatada de nuevo y ya no volverías a verla nunca más.
Cumpliendo su promesa, el dios permitió que Orfeo y su feliz esposa emprendieran el largo viaje de regreso. Ambos cruzaron impresionantes y pavorosos abismos, en cuyo negro fondo hervían las aguas del Hades. Finalmente, tras semanas de marcha, consiguieron llegar casi al término de su ascensión. Sólo quedaba ante ellos un empinado sendero.
Molidos y fatigados, siguieron avanzando, pero el camino era tan angosto y tortuoso, que tenían que ir uno detrás del otro, pues no había espacio para que marcharan juntos.
Orfeo tomó la delantera, seguido por Eurídice.
Sólo quedaban unos pasos. Vislumbraba ya los rayos del sol, que se filtraban por la negra hendidura...en pocos instantes saldrían al mundo exterior.
Pero, cuando se aproximaban ya a la salida, Orfeo, temiendo que Eurídice hubiera tropezado y caído, se volvió para mirarla.Sus temores eran infundados, pues Eurídice le seguía a poca distancia. Pero en aquel mismo instante, una nube negrísima los envolvió.
Al disiparse, vio que Eurídice había desaparecido, arrebatada por una mano invisible, que la devolvió a las horrendas regiones del Hades. Sólo el grito de pavor que lanzó Eurídice, reveló a Orfeo lo que había sucedido.
Desolado y afligido, Orfeo se dedicó a vagar por la tierra, sin preocuparse de su suerte. Así llegó un día a unas distantes regiones, donde se tropezó con las ménades, alocadas doncellas que formaban parte del séquito de Baco. Ebrias por el vino que habían bebido, las ménades trataron de llevarse a Orfeo con ellas. Cuando él las despreció, lo apedrearon...entonces Orfeo acarició las cuerdas de su lira, y tan dulce y encantadora fue la música que brotó de ella, que las mismas piedras quedaron hechizadas a su conjuro y se apartaron para no tocarlo. Así pudo alejarse indemne de allí.
Pero las ménades no cejaron en su empeño. Embriagadas por el vino, gritaron y alborotaron tan estruendosamente, que sus clamores apagaron la música de la lira. Y, apedreáronlo de nuevo con redoblada saña, sin que esta vez Orfeo pudiera hacer nada por evitarlo. Orfeo murió así. Y de esta forma regresó al Hades y se reunió con su amada Eurídice.
Aunque separados en vida, los dos amantes estuvieron juntos en la muerte.
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